No quería estar allí. De hecho, creo que ninguno de nosotros quería; pero teníamos que defender nuestro país de los invasores, o eso nos dijeron, y quien tuviera suficiente edad para sostener un fusil sería reclutado inevitablemente.
Perdí la cuenta del número de días, semanas y meses en los que estuve esquivando la muerte, mientras al final del día, en el recuento, alguno de mis compañeros, incluso algún amigo, dejaba de responder al pasar lista y llegar a su nombre. No es algo para lo que nos preparen cuando nos dan nuestra arma y nos lanzan a una muerte más que posible.
Aquella noche, en medio del fuego cruzado, el enemigo cesó su ofensiva. El olor a pólvora y tierra que aún se colaba en nuestros pulmones dejó paso a un aire bastante respirable. Nos quedamos atónitos, pasmados, mirándonos los unos a los otros y pensando en alguna treta fruto de la confianza que genera un alto el fuego. Al poco, decidimos hacer lo propio. No sé quién lo ordenó, pero en medio de la guerra se hizo el silencio. Tras unos segundos de sordo desconcierto, alguien desde el otro bando se hizo entender; nos ofrecían una tregua de seis horas por ser Navidad. Y es que uno ni siquiera tiene en cuenta el calendario cuando se juega la vida a cada segundo. Esa noche era Nochebuena y, nosotros, estábamos en guerra.
Tras unos minutos de no saber qué hacer, Jaime salió de la trinchera sin más defensa que su sonrisa. Todos le mirábamos quietos como pasmarotes. Él con los brazos abiertos, sonriendo frente al enemigo. A bastantes metros, un semejante hizo lo mismo. No éramos más que unos críos con fusil que, lejos de matarnos los unos a los otros, queríamos forjarnos una vida, un porvenir, una familia.
Poco a poco fuimos abandonando nuestras zanjas. Primero con cierto reparo; luego, nos dimos
cuenta de que el enemigo era más parecido a nosotros de lo que creíamos.
Pasaron las horas, cenamos en terreno neutral, ninguno decía apenas nada hasta
que el alcohol alegró nuestros corazones, o lo poco que quedaba de ellos.
Bebimos, celebramos y hasta tuvimos tiempo para abrazos y alguna que otra
historia. Durante aquella noche ninguno pensaba en la guerra, tan solo en la
familia, en el amor que se quedó esperando y en los demás seres queridos.
Todos teníamos la esperanza de poder reencontrarnos con ellos. Absolutamente
todos.
Philip me leyó una carta que le había escrito a su madre, dónde le narraba lo duro de todo aquello. Que esperaba poder verla pronto y que la echaba mucho de menos. Eso me rompió. Nunca pensé que el enemigo pudiera tener sentimientos. Siempre se nos dijo que eran seres despiadados que querían arrebatarnos lo que por derecho nos pertenecía. Otra de tantas mentiras. Al terminar de leerla, se limpió con la manga unas lágrimas incipientes y se guardó ese trozo de papel doblado en un bolsillo de la chaqueta. Brindamos de nuevo y nos deseamos Feliz Navidad.
Poco a poco, como si de un espejismo se tratara, todos volvimos a nuestras respectivas trincheras. Jaime se quedó rezagado sin ser consciente de que el tiempo de tregua hacía 5 minutos que había terminado. A pocos metros de llegar a la trinchera para resguardarse, escuché un disparo que partió el silencio en dos y que atravesó la sien de Jaime de atrás a delante. Su cuerpo inerte cayó en la trinchera, con los ojos aún abiertos, pero sin rastro de su sonrisa. Eso nos devolvió de golpe a la realidad, a la cruda realidad. Todo había sido un sueño, una ilusión. Estábamos en medio del infierno y además nuestra puntería y destreza se veía mermada por la ingesta de alcohol. Al final todo había sido una estrategia. ¿Cómo hemos sido tan tontos? No podía ser, de hecho, no lo era, ellos también habían bebido, ¿o no? ¿Cómo podíamos saber si aquello que había en sus petacas era agua o whisky? ¿Nos engañaron o fue casualidad? En cualquier caso, Jaime yacía en medio de todo aquel caos y algo cambió con su muerte. Sin estrategia planeada ni plan acordado, propiciamos el ataque más letal de todos los que presencié. Fuimos a por ellos con la mayor determinación, locos de dolor y sin miedo, como un animal acorralado que ya no tiene nada más que perder. Nos arrebataron la ilusión, la familia, la fe y hasta nuestra propia vida. El objetivo estaba claro y fuimos todos a una. Muchos de los nuestros cayeron, a mí me hirieron en el hombro y una bala me rasgó parte de la pierna derecha, pero nada de eso me detuvo. El enemigo ordenó su retirada y los pocos que quedaban con vida se marcharon a trancas y barrancas.
Al llegar a su trinchera, algunos de los malheridos intentaron disparar. Nosotros lo hicimos primero, acabando así con su sufrimiento. A escasos metros de mí, vi a Philip agonizando sin extremidades inferiores. Él me miró con la mirada empapada y me confundió con su madre.
—¿Mamá? ¿Mamá, eres tú?
Yo no contesté, simplemente me acerqué a él.
—Mamá, te he echado mucho de menos. Ha sido horroroso, un infierno. Pero ahora ya estoy en ca…
—No hables, Philip. —me limité a decir.
—Mamá… Ellos son buenos, son como nosotros… Nunca debimos…
Mientras pronunciaba esas
palabras, su vida y sus ojos se cerraban ante mí. Yo, herido y confundido,
no sabía qué hacer ni qué pensar. A su lado, en el suelo, reposaba una petaca volcada.
Nunca quise saber qué contenía.
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