Ángela. Relato presentado al V Certamen de relato breve «Residencia de mayores Campiña de Viñuelas» 2021
Esta mañana me ha venido Ángela a la mente. Tal vez haya sido porque al mirar por la ventana he visto unas margaritas amarillas, y eso me ha recordado a cuando iba a visitarla. Le encantaba dar paseos por el jardín, aunque en realidad era yo quien la paseaba mientras ella observaba las flores desde su silla de ruedas. Se quedaba absorta mirándolas y al rato me decía:
—Son bonitas, ¿verdad?
—Claro que sí, Ángela. —respondía yo.
—Hace muchos años, yo también era bonita. Ahora las arrugas han tapado esa belleza, o lo que quedaba de ella.
Yo, sin saber qué decir, empujaba por la senda la silla de ruedas. Ahora le hubiera dicho: «No, Ángela, tú serás bonita siempre», pero cuando uno es un adolescente de apenas catorce años, no cae en la cuenta de qué decir, ni cómo decirlo. El hecho de que yo conociera a Ángela se lo debo a una asignatura de voluntariado que tuve que realizar en tercero de la ESO, en la cual debíamos ir a visitar a una persona en la residencia del pueblo, para que nos contara sus vivencias, sus experiencias vitales, etc.
Lo que en un primer momento me pareció un tostón, poco a poco fue más terapia para mí que para ella. Ángela siempre fue soltera. No tuvo hijos, pero tampoco los echó en falta. En una de nuestras charlas me contó cómo se buscó la vida de bien joven y se puso a trabajar en una empresa textil a mediados de siglo. Nunca me contó nada de sus padres, no sé si porque se quedó huérfana o porque nunca quiso hacerlo, sin más. Cada lunes y durante dos meses seguidos, fui a verla y a charlar con ella una hora por día. Siempre me decía lo mucho que le gustaba viajar y aunque ya no podía hacerlo, se imaginaba que lo hacía cuando cerraba los ojos. Me decía que, sentada en su silla, con la brisa y el sol acariciándole el rostro se podía transportar a cualquiera de los destinos que había disfrutado en su juventud simplemente cerrando los ojos. Yo la miraba y escuchaba embelesado.
El domingo y ya me imaginaba qué le iba a preguntar al día siguiente; qué me explicaría, qué compartiría conmigo. Fueron píldoras de sabiduría y, aunque en el momento las valoraba, sin duda alguna no como ahora lo hacía. El tiempo hizo que agradeciera sobremanera esas pequeñas charlas, y me gusta creer que a ella también le ayudaron. Uno de los últimos días, y sin venir a cuento, me dijo:
—Oye, Quique, acércate, ven, te quiero preguntar algo, ¿tú eres feliz?
—¿Cómo? —dije.
—¿Que si eres feliz? ¿Llevas la vida que quieres?
—Hem… No sé. Supongo que sí, no lo sé. Sólo tengo catorce años —balbuceé.
—Pues no lo supongas. Tienes que poner de tu parte para ser feliz. Siempre. Te voy a decir una cosa que te va a servir para toda la vida: Nunca renuncies a ti mismo, ni siquiera para hacer feliz a alguien.
—Eh… Vale.
Ella me miró como cuando uno mira a un cervatillo recién nacido ponerse de pie. Su cara rebosaba compasión y ternura, y acariciándome la mejilla con su mano fría y huesuda me dijo:
—No me hagas demasiado caso, hijo. Al menos no por ahora. Ahora vive y disfruta, que la juventud se va y luego sólo quedan los recuerdos. Genera recuerdos, que de eso va todo esto. No tengas prisa, pero hazme un favor, recuerda lo que te he dicho, nunca renuncies a ti mismo. ¿Le harás este favor a una vieja chocha como yo?
—Cla… claro, Ángela. Je, je, je.
—¿Podemos ir dentro? Empiezo a estar cansada.
—Sí, sí. Vamos.
Cerró sus ojos cansados y nos dirigimos hacia su habitación en la residencia. Por el camino, mientras empujaba la silla de ruedas dijo como para sí misma y sin esperar que yo lo oyera «qué buen chico…»
Poco después se terminaron las visitas y nos despedimos con un abrazo. Ni frío ni cálido, un simple abrazo que el tiempo hizo que se quedara grabado en mi mente.
«Tengo que pasar a ver a Ángela» me repetí durante los siguientes tres años, pero nunca encontraba el momento, o simplemente salir con mis amigos o jugar a la Play era más prioritario que ir a verla. Cuando encontré el dichoso momento, no encontré a Ángela. Me arrepentí de ello en el mismo momento en el que al preguntar por ella me dijeron un escueto «lo siento, la señora Ángela ya no se encuentra en la residencia». No quise preguntar el motivo, pero lo supuse.
Hoy en día me mantengo fiel a eso que me dijo mi amiga Ángela, y no he cambiado por nadie. En su momento fue algo que quedó ahí, guardado en un cajón al fondo de un armario en una las mil quinientas habitaciones dentro de mi cerebro, pero con el tiempo he ido cogiendo mayor consciencia de que…
—¿Señor Enrique? —interrumpió mis pensamientos Beatriz, la auxiliar de geriatría.
—¿Sí?
—Tiene visita. Una joven pregunta por usted. Se llama Valentina.
Detrás de Beatriz, unos grandes ojos, medio asustados, iluminaban la estancia con su infinita inocencia. No debía de tener más de trece años, catorce a lo sumo.
—Bue…buenas tardes, señor Enrique.
—Hola bonita. ¿Qué se te ofrece, ricura?
—Es... es que… Tengo que hacer un trabajo en clase y…
—Pasa, pasa y cuéntame. Tengo tooooodo el tiempo del mundo. —le dije mientras me echaba a reír. Ella rio levemente, pero eso sirvió para romper el hielo mientras Beatriz abandonaba la habitación y me guiñaba un ojo en su despedida. —Y por favor, no me llames Enrique, llámame Quique.
Qué tierno♥️Trabajo con un señor mayor que siempre me dice que aproveche la vida mientras pueda, que de viejos ya no es lo mismo. ¡Siempre le hago caso! Me encanta la gente mayor y su sabiduría fruto de la experiencia 😊
ResponderEliminarMe ha encantado Xabi, es muy tierno el relato, cuanta razón tiene la gente mayor y cuanta sabiduría
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