Se propuso no volver a estar triste ni deprimido. A valorarse, a creer en sí mismo. Tenía la firme intención de aprovechar cada momento, por pequeño que fuera, y evitar lamentarse de su desdichada suerte y todo lo malo que le sucedía. Ese era su objetivo y hasta en eso fracasó.
No se levantó de buen humor, como de costumbre, y aunque eso no fuera nada reseñable, fue lo suficiente como para recapacitar en lo que se había convertido su vida. Un par de cajas de pizza vacías le esperaban encima de la mesa que, ignoradas con gran maestría, reposaban hasta que alguien se dignara a recogerlas. Ese alguien iba a ser él, pero ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera en su café matinal. Mientras esperaba a que se calentara la cafetera se decía mentalmente «no tienes ni puta idea de nada, inútil de mierda». Siempre se trataba con el mayor de los respetos y de la manera más motivacional posible. Él era así, pura positividad.
Cuando la cafetera por fin decidió regalarle el ansiado liquido elemento teñido de wengué, tomó la taza entre sus manos, esperó a que el café se templara y se dejó llevar por las notas florales y persistentes de… Mentira. Se tomó el café de un trago casi sin degustarlo. Quería despejarse lo más rápidamente posible, no vivir en un anuncio de Nespresso.
Ese café no solo le despertó, si no que, además, le sirvió para realizar una limpieza intestinal urgente. Tal vez producida por la extrema dosis de café, o por la falta de azúcar en el mismo, pero el caso fue que logró su cometido sobradamente.
Quedaba mucho día por delante, pero él se seguía sintiendo inútil. Un inútil más despierto y delgado, pero un inútil, al fin y al cabo. Sabía que tenía que hacer algo para cambiar aquella situación y alejar esos pensamientos de su cabeza, pero hacerlo solo le costaba un mundo. Si a eso le sumamos las dolencias que padecía, la tarea era más que ardua, casi imposible.
Decidió mirar por la ventana y descubrió que un radiante día se asomaba. Uno de esos días de película de Disney, cielo despejado y azul casi irreal, una ligera brisa apacible y un sol que iluminaba todo lo que quería. Un día espléndido. Una puta mierda de día, vamos. Si hasta escuchaba los pajarillos de fondo, incluso con la ventana cerrada. Solo faltaba que apareciera Mary Poppins colgada de su paraguas y cantando junto al deshollinador.
Su fotofobia le impedía disfrutar de días como aquellos. Él era feliz con días lluviosos, resguardado en casa viendo caer las gotas de agua que, tontas de ellas, chocaban y resbalaban en los cristales. Pero no era ese tipo de día y no podía cambiarlo. Lo que sí podía cambiar era su manera de afrontarlo. Poco después, vestido y acicalado como es debido, cargado de motivos y valor, salió por la puerta de casa con la clara intención de pasar el día lo mejor que podía. Llegados a este punto, su determinación no iba a fallarle, y aunque se seguía considerando un inútil, ahora se consideraba un inútil decidido a estar bien. Cerró la puerta con llave, y al bajar el primer escalón en dirección a la calle, el muy torpe se torció el tobillo derecho, cayendo al suelo como un saco de patatas de quince quilos que se le escurre de las manos a un chiquillo preadolescente.
Esguince de tobillo grado dos. Eso le dijeron en urgencias cuando le inmovilizaron el pie.
Hoy en día, sigue pensando que es un inútil; un inútil redomado. Tal vez uno de los mejores.
Me ha recordado a una novela que un día empecé y nunca terminé: Sam Patoso, que le ocurrían desdichas todo el rato. ¡Genial! ❤️
ResponderEliminarMuchas gracias, Mónika. 😊
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